Hubo un tiempo, tal vez no demasiado lejano, en el que lavar los trapos sucios iba unido a hacer puñetas, y no en el peor de los sentidos, sino en el autentico y literal, darle a los puños para frotar la ropa y sacarle las rebeldes manchas.
Esto, como tantas cosas de antaño entrañaba unas costumbres y unas usanzas que nos pueden parecer curiosas o cuando menos dignas de mencionar, pues aunque siempre fue una labor asociada desde antiguo a la mujer, lo cierto es que el noble oficio de lavandera era mucho más duro de lo que podemos alcanzar a imaginar hoy con todas las comodidades y facilidades que tenemos en este sentido en nuestras casas.
Las lavanderas eran casi siempre mujeres humildes que, o bien lavaban la propia ropa de sus casas, o lavaban la de gente acaudalada, pero también la de las hospederías, hospitales e incluso conventos donde las coladas no eran cuatro trapos sino ropa de cama y paños, que incluso había que poner al sol para terminar de sacarles las manchas y recuperar su blancura.
Estas mujeres, rudas por las condiciones de su trabajo pero al mismo tiempo finas y meticulosas con el lavado de la ropa, supieron como nadie sacarle partido a los medios que tenían a su alcance pues lavar no era una tarea doméstica que se hiciera en el hogar precisamente, existían lugares muy concretos para hacerlo; bien a la orilla de algún río o en el mejor de los casos en lavaderos con agua corriente, donde las mujeres se arrodillaban para restregar la ropa en una banca de lavar si disponían de ella o simplemente contra la propia piedra del lavadero.
Mi abuela y también mi madre fueron de esas mujeres que iban con su cesto de la ropa apoyado en una cadera al lavadero. Mi abuela más de una vez contó cómo era aquel trabajo, pero fue mi madre quien mejor supo trasmitirme la dureza que sobre todo en invierno suponía esa tarea, la friura del agua y aquella postura reclinada hacía adelante sobre la banca de lavar, al tiempo que se afanaban en restregar la ropa con el jabón de sosa caústica y grasa que se elaboraba en casa. Eran unas condiciones que sólo con el tiempo se lograban soportar pues la ropa no entendía de estaciones del año, ni de frío ni de calor, fuera cuando fuera, debía lavarse y tenderse hubiera o no hubiera sol.
Pero tanto mi abuela como mi madre entendieron que ese como tantos otros trabajos debían hacerse sin remilgos, pues la necesidad obligaba cuando la familia era humilde y numerosa, y lavar aquella ropa para las monjas o para quien fuera menester era el modo de que entrara dinero para poder poner comida en la mesa.
Hoy, estas y otras usanzas nos llegan como meras anécdotas, historias de gente mayor que como se suele decir, vivieron otros tiempos, pero lo cierto es que existen muchos vestigios en los pueblos de aquellos tradicionales y rudimentarios lavaderos, lugares de oficio, de agua corriente y trapos sucios, y porque no, también de dimes y diretes, de chascarillos y canturreos entre puñeta y puñeta.
En algunos lugares de la provincia vallisoletana aún se conservan los lavaderos, de hecho existe una jota vallisoletana llamada “ El Sangurrin” en homenaje a un lavadero que existió en Portillo.
En Curiel de Duero los lavaderos del pueblo han sido reconvertidos en un museo etnológico donde se recoge una colección de objetos de principios del siglo XX.
Pero sin duda un ilustrativo ejemplo de lo que fueron los lavaderos y para qué sirvieron, lo podemos encontrar en Olmedo. Aprovechando el caudal de la Fuente del Caño Nuevo, se construyó un lavadero en 1927. Es un espacio muy revelador pues nos da una imagen muy aproximada de lo que podía ser aquella estampa de antaño en torno al lavado de la ropa; una nave amplia con dos pilas grandes de agua, una de ellas para lavar con jabón y otra para aclarar.
Desgraciadamente y a pesar de todo, en algunos casos los lavaderos terminan sufriendo la erosión, no del paso del tiempo, sino de la ignorancia y la escasa educación de quienes viven en algunos pueblos pues parecen no encontrarles mejor utilidad que servir de urinarios para los borrachos y de murales a los grafiteros.
Pero así somos con nuestra propia cultura y tradición y con los lugares que tanto sirvieron a las costumbres; algunos ignorantes por desconocimiento y enajenados por desinterés, y otros cobardes por no hacer más de lo que debiéramos hacer. Y así perderemos siempre hasta que finalmente nos quedemos con piedras amontonadas sin nada que decirnos.
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