Rebeca Díez
21 de jul de 20142 min.
Actualizado: 19 de mar de 2021
La población –de unos 275 habitantes- de Castrillo de Murcia se ve gratamente incrementada un día al año, que precisamente, coincide con la celebración del Corpus Christi. El municipio burgalés se viste sus mejores galas, calles y balcones se llenan de expectación para recibir al número de turistas, cada vez mayor, que se da cita en el pueblo cada año. Propios y extraños se reúnen para disfrutar de una celebración peculiar, organizada por la cofradía del Santísimo Sacramento, también llamada archicofradía de Minerva, constituida en 1621.
Las miradas de todos los asistentes se centran en un joven, ágil y resistente que desempeña el noble papel de “El Colacho”. El rostro cubierto por una máscara, en la mano izquierda un enorme castañuelón, y en la derecha, un palo rematado con una cola de caballo. La nota de color, ausente en el rostro de unas madres pálidas, la lleva él en unas prendas de vivos colores, con una chaquetilla con capucha.
Cuando la torre de la Iglesia marca las seis de la tarde –y tal y como marca la tradición- el rostro del muchacho se deja ver. Una larga fila de colchones en medio de una calle del municipio, arropados por los curiosos que se amontonan a ambos lados. Y sobre cada colchón, cinco o seis bebés nacidos en el mismo año de la celebración. Como si los años no hubieran pasado, el Colacho comienza a recorrer las calles, golpeando las tarrañuelas con el zurriago -un palo con cola de caballo- para molestar la procesión religiosa. Es la señal de salida. A partir de ese momento, el Colacho en su huida (al ser derrotado por el Santísimo Sacramento) salta a los bebés, una tradición que aúna tintes religiosos y paganos.
El Colacho no es otro que el demonio, que al saltar, hace que los malos augurios y las enfermedades se alejen de los niños. Según la creencia, al saltar sobre los colchones en los que están colocados los niños, los libera concretamente del mal de hernia que en la Edad Media se atribuía al demonio. Las miradas pasan a los niños y niñas de Primera Comunión que van lanzando pétalos de rosa cuando los bebés ya han recibido la bendición. Y es entonces, solo entonces, cuando la madre –ya tranquila- se lleva en sus brazos a aquel pequeño que pedía su presencia.